De cuerpo menudo y movimientos infartantes, ninguna beldad la superaba en los escenarios de los años 50. Sus bailes frenéticos causaron que un cura fuera amonestado por el cardenal Caro, que le escribieran un libro y que una pandilla de mujeres envidiosas intentara asesinarla.

Por Emilio Antilef

Si queremos hacer justa memoria con una diva, de esas que colgaban en los calendarios de típicos talleres hay que volver a la década del 50 , cuando Yolanda Montes llega a Chile. Quizás de Yolanda no se acuerda nadie, pero a todo compipa vivo en esa década, el recuerdo lo deja tiritando cuando mencionamos a TONGOLELE.

La diva de exótico apodo causaba estragos en el sistema nervioso de varios que terminaban con boca muy abierta y corazón agitado después de alguno de sus bailecitos. Nacida en Puerto Rico y radicada en el estrellato mexicano con varias películas y galanes en sus recorridos, llegó a Chilito con la expectativa de ser la sensación de una semana en el tremendo salón llamado Goyesca. Pero terminó quedándose por un año entero en que la bailarina se entregó a los cariños criollos.

La Tongolele lolita, en la película «Las mujeres panteras», de 1957.

La Tongolele resumía en sus expresiones y bailes toda la gracia de curvas perfectas en un cuerpo menudo y esbelto que no necesitaba del despelote total para impactar y dejar a varios compipas de la época pidiendo agüita con tanta pirueta, levantada de pierna a niveles superiores y movimiento de cadera casi al nivel de la acrobacia más sexy y concebible en una mujer. Varios se preguntaban cómo no se quebraba semejante anatomía con todos aquellos pasitos. No solo los machos recios quedaban locos con doña Tongolele, las damas la admiraban e imitaban por igual, no en vano marcó una escuela que hasta hoy siguen las chicas burlesque. Ni la carrera de una Fresia Soto ni una Maggie Lay serían lo mismo sin esta precursora que bien parecía una muñequita del sudeste asiático.

¿En qué habrá estado pensando aquí?

Su fama se basaba en los bailes perfectos, ojos algo rasgados y un cuerpo de contextura casi infantil, bien distinto a las modelitos voluptuosas y algo rollizas que abundaban en escenarios de la bohemia de entonces. Bastaba verla moverse para quedar con ojos turnios como los que dejó en aquellos shows llamados tongolelazos que dio con un Teatro Caupolicán repleto y ovaciones de pie. Un gran referente para los ratones de biblioteca es que hasta existe un libro titulado TONGOLELE, del autor chileno Patrick Gilbert, en que la fantasía de un cuento se mezcla con esta leyenda. El libro es sólo un indicio del alto impacto que causaba la diva que hasta dejó como anécdota la amonestación (hecha por el mismísimo cardenal Caro) que sufrió un sacerdote de la época al ser descubierto entre el público cautivo de la portorriqueña, a quien podemos ver hasta hoy en películas estelares.

La diva era de una longevidad tal que hasta los 70 años todavía se pegaba sus bailoteos –vivió hasta los 87– seduciendo a más de algún embobado con una elasticidad (palabra muy usada por doña Yolanda Montecinos) que realmente erotizaba, pero causaba su buena dosis de julepe el verla moverse así, con una maestría forjada desde que tenía apenas 16 años. A esa edad ya protagonizaba “Han matado a Tongolele”, una de sus películas más populares. Su precoz figura felina se robaba las cámaras en una trama donde la bailarina luchaba contra mujeres envidiosas que la querían mandar al patio de los callados. Pero ni ellas ni el tiempo consiguieron matar la memoria de este personaje que todavía baila como pirinola en nuestros mejores recuerdos.

La dedicatoria dice: «Para el gran guaripola guachaca, quien me rompió el corazón».