Por El Caballo Ascanio

El domingo pasado, por primera vez en la historia de los premios Oscar una producción no hablada “in inglich” se llevó el premio a la mejor película, aparte de otras tres estatuillas: mejor guion, director y película internacional. Como ya todos deben cachar, nos referimos a la surcoreana “Parasite”, la peli del momento. Desde que debutó en Cannes en mayo pasado, la obra del director Bong Joon-ho (“The Host”) no ha parado de cosechar aplausos y galardones, incluida la Palma de Oro en el festival francés. En todas partes le tiran flores y ya lleva recaudados más de 160 millones de los verdes en la taquilla mundial. ¿Quién se hubiera imaginado que una pomada no hollywoodense, sin superhéroes ni efectos digitales ostentosos, podría tener tanto éxito?

Aparte de sus muchos méritos cinematográficos, la historia de estos parásitos del lejano oriente parece haber tocado una fibra universal y urgente. Probablemente ya sabe de qué se trata: los Kim son una familia pobre de Seúl, que sobrevive a duras penas en un semisótano (o banjiha, como les dicen allá), cuya única ventana a ras de piso da a un callejón infecto que los borrachines usan de meadero. Pese a todo, los cuatro Kim son bastante optimistas y busquillas. Cuando el hijo mayor tiene la oportunidad de trabajar como tutor de una cabra millonaria, la toma de una, aunque eso implique falsear algunos títulos universitarios. Así llega a la mansión ultramoderna de los Park, donde sobra el espacio y los grandes ventanales dejan ver jardines exuberantes. A punta de engaños,  Kim Junior se las ingenia para que su hermana y sus papis también terminen trabajando para la familia de ricachones, que nunca se enteran de que sus nuevos gomas están emparentados entre sí. Por un tiempo, la simbiosis funciona, pero resulta iluso creer que la cosa no va a terminar explotando de alguna manera si es tanta la desigualdad reinante, si son tantos los otros “parásitos” en busca de un huésped al que succionar y, especialmente, si es tan desfachatada la insensibilidad de los ricos Park.

En cierto momento, el pater familias le dice a su esposa: “La gente que anda en metro tiene un olor especial”. Él solo se moviliza en auto con chofer, obviamente. Y hacia el final, después de una tormenta que inunda las áreas más pobres de Seúl, la señora de la casa se alegra de que la lluvia despejó el cielo y ahora van a poder celebrar el cumpleaños del retoño regalón en el patio. En todo caso, Bong Joon-ho no presenta a los Park como monstruos. Simplemente han vivido tanto tiempo en una burbuja que ya perdieron toda conexión con la realidad. Son volados nomás, y tan parásitos como los otros, porque no logran sobrevivir sin que alguien les limpie, les cocine, los transporte y hasta les críe los hijos.

Tampoco es que los Kim sean unos santurrones. No solo engañan a los platudos; además no tienen empacho alguno en desplazar con ardides a la pobre empleada y al inocente chofer que trabajaban en la mansión antes de que llegaran ellos. Aquí la lucha es entre clases, pero también, intraclase.  

En fin, después de verla, nos queda la sensación de que la historia de los Kim y los Park perfectamente podría haber sido filmada en el Chilito actual: los González versus los Larraín; en lugar de un banjiha, una mediagua en un campamento o un depa de 30 metros cuadrados en un gueto vertical, y no habría que hacer muchos más cambios. Es más, si la versión chilena de “Parasite” (que podría llamarse “Los ladilla”) se hubiese estrenado en mayo, hoy estaríamos diciendo que es una metáfora anticipatoria del estallido social. Porque, sin ánimo de spoiler, hay un gran estallido final y pucha que es violento.

Esta no es una película de moralejas, pero algunas conclusiones parece sugerirnos. Por ejemplo, que cuando la inequidad crece sin control, la paz social es imposible; que a río revuelto, no hay solidaridad de clase que valga, y que nadie gana en esta lucha: las dos familias salen harto magulladas.