Por Emilio Antilef

Era el señor de las esquinas y las cosas simples. Tan indispensable como hoy son los sistemas satelitales, sus datos eran los más fidedignos en aquellos años en que la locomoción colectiva se manejaba con riendas muy privadas. Nos referimos al sapo de micro, cuya presencia fue estelar en tiempos de carreras entre máquinas que hacían las delicias de quienes querían llegar más temprano, pero que también solían ser un dolor de cabeza y de nervios para las señoras acoquinadas que no querían quedar como animita.

Es parte de la historia con que el gremio de la locomoción dejó marcas culturales, como esos boletos de preciosos diseños que hoy se pueden encontrar hasta en archivos y museos. Otro tema son los diseños de las máquinas, esos logos y calcomanías de interior que marcaban tendencia en un día a día en que la competencia llegaba a límites de mafias, moneditas brujas, metralletas (el nombre dado a los boletos adulterados que circulaban millonariamente) y veloces rallies que fue necesario datear y estudiar.

Ahí nace el sapo, trovador o rapero más bien. Sus apariciones y relatos eran breves, pero de él dependía en cierta forma el destino de los pasajeros en carga. Sus mensajes cifrados al oído del chofer significaban acelerar o no. Aparecían en medio de la nada, con un despliegue casi acrobático y un tanto suicida. Sus subidas eran un arte, en el sentido de que, para cumplir con dignidad el cometido, debían deslizarse oportunamente entre el pavimento y la máquina andando. Para bajar, el método era el mismo. Aquellos que circulaban entre vehículos tenían una gracia digna de admiración por la manera como sorteaban el tráfico asoleado. Daba gusto ver a estos personajes ágiles, casi como jinetes de no mucha estatura pero provistos de ojo de lince.

Además eran ubicuos: uno podía encontrarlos en esquinas de periferia o en avenidas céntricas y ajetreadas.

Lo que decían era básicamente el resultado de conocer los números de las máquinas en circulación y la distancia exacta que las separaba. Un mensaje podía decir, por ejemplo: “a 10 minutos de la 5”. Los más avezados se sabían los nombres de pilotos y comunicaban algo aun más cifrado e incomprensible al oído del pasajero.

Desde los tiempos de las micros y liebres de variados colores hasta las amarillas que aparecieron en los 90, ese preciado mensaje era recompensado por los choferes de manera contante y sonante. Las monedas tintineaban en las bandejillas que acarreaban los sapos, alrededor de cuyas postas florecía más comercio también.

Estos personajes ya habían alcanzado un rentable pasar a comienzos de siglo. Sin embargo, vieron naufragar toda su red cuando irrumpió ese Transantiago que prometía una flota monitoreada con precisión geométrica por obra y gracia del GPS. Algunos se reciclaron como inspectores del nuevo sistema. También dicen que en localidades rurales se les puede ver todavía haciendo de las suyas. Pero en la capital, la Era del Sapo ya quedó atrás.  

Ah, las micros amarillas… Qué tiempos aquellos.