Por Emilio Antilef

Es difícil encontrar en esta república personas mayores de edad que no hayan visitado algún curandero o hierbatero, o recurrido a alguna terapia alternativa, que le llaman ahora. Pónganle el nombre que se les ocurra, de meica a sanador, pero vivimos en un territorio donde la consulta al médico no solo se restringía a Fonasa, las isapres o matasanos con título.

Es tiempo de que homenajeamos a un guachaquísimo recurso, como era acudir a esos curanderos y maestros de recetas y brebajes que se anunciaban en diarios y radios, antes de las pulseras poderosas, de los infomerciales con recetas patentadas y de tanta fiscalización. No es que hayan sido erradicados totalmente, pero hasta el cambio de siglo, eran más fáciles de encontrar. De hecho, en los 90, navegaban varias especies de buques maniseros por el casco histórico del centro de Santiago, especialmente cerca de iglesias históricas como la Catedral, la de la Merced o en aquella donde se rinde culto a Santa Rita. Se publicitaban más que farmacia del doctor Simi y en ellos se podía pedir culén, llantén, poleo y amuletos de diversa orden, obra y arte de estos curanderos. Los buques solo vendían la receta, pero el dato para la atención del doctor brujo lo tenían fijo y sonante.

Recuerdo que uno de los carritos mejor surtidos anclaba a la salida de la iglesia de Santo Domingo, donde se junta la calle del mismo nombre con Diagonal Cervantes y 21 de Mayo, para ofrecer un número impresionante de posibilidades en infusiones con hierba casi recién cortada. Ese local callejero se encargaba de despachar el pedido hecho por alguno de los expertos en hierbas o “maestros”, que solía incluir ingredientes como bosta oreada y podrida, imanes o raspados de anís, entre las cosas más suaves. En las galerías de alrededor también los había. Algo de eso aún existe.

Además de las hierbas, para sacar algún mal ultra enraizado, los compipas y sus cónyuges podían acceder a las santerías, como se les llamaba a esos lugares en que se invocaban diversos seres sobrenaturales con velas, inciensos y aromas orquestados en rituales afrobrasileños que había que seguir al pie de la letra. No solo servían para curar achaques, sino también para dejar maleficios bien atados, unir parejas o mejorar la economía personal. Se generaba así una especie de culto alrededor de estos personajes que ofrecían limpiezas en lenguas que solo ellos entendían, con toda una terapia de colores y cantos a la Pombagira o Shangó. El paganismo precristiano no es nada comparado con la pléyade de dioses y semidioses que capaces de convocar.

Incluso los brujos se especializaban en hechizos. Para revertir maleficios o ataduras, llegaron unos pastores brasileños que cerraban el circuito. Se hicieron famosos con sus anuncios en distintos programas de radio AM, donde tenían su tribuna. A ellos los recordaremos en próximos reportes de esta especie de memorial guachaca en tiempos de cuarentena. Porque “brujos no hay, como dijo un tal Garay, pero de haberlos, hay”.