Por Emilio Antilef

Las restricciones sacan lo mejor y lo peor de lo nuestro y, por supuesto, hace notar el contradictorio espíritu guachaca y republicano que todos llevamos dentro. Así, mientras muchos se esfuerzan por cumplir puntillosamente el rigor de la cuarentena, otros ponen el mismo esfuerzo en evadirla. Los motivos son diversos. En estas recientes semanas de mayo y abril, por ejemplo, hubo harto llamado a reunirse para manifestaciones, paros y campañas. A algunos, este asuntito de la cuarentena y sus desmanes les afecta el espíritu santo y los convoca a violar leyes con tal de juntarse a hacer avivamiento en masa, como suelen producirlo esas almas creyentes que rezan por ti y por mí. Y cuando abren una feria, un mercado o mall, desde Patronato a Lo Valledor, del Apumanque a La Vega, el público salta como si no hubiera un mañana o una vida que cuidar. Hasta las autoridades hablaron en cierto momento de “nueva normalidad” e hicieron llamados a volver a juntarse con amigos para un cafecito, claro que siempre guardando las distancias.

Pero si hay algo que emerge con fuerza al primer descuido de la repre es ese espíritu guachaca que nos empuja a celebrar, al bailoteo, al sobajeo múltiple que solo se da en una pista de baile. Las cifras lo comprueban y así cuenta la noticia de aquella fiesta en Maipú que, con el solo pretexto de celebrar, en plena cuarentena reúne casi medio millar de feligreses del placer y el baile. A todas luces, una convocatoria mucho más multitudinaria que las manifestaciones, misas y demás juntaciones con que los compatriotas han querido burlar restricciones.

Y es que esto no es nuevo. Desde la Colonia, los chilenos hemos sido buenos para desafiar toques de queda y regulaciones varias. Antes, nuestros ancestros guachacas solían juntarse en bacanales que llamaban “picholeos” y que se hacían mientras la oficialidad cuidaba que las calles se mantuvieran vacías en tiempos de castigo, por catástrofe o alteración política. El picholeo era carrete puro, brindis con mistela, bailes de ricos y pobres (la novela Martín Rivas es detallista para hablar de ellos, incluso como escenario de romances) donde el alojamiento corría por cuenta del dueño de casa.

No tenemos que ir tan lejos para demostrar este culto por la celebración al borde de lo clandestino en tiempos de candados y cordones. En los 70 y 80, tuvimos que aguantar el toque de queda como el pan de nuestros días, especialmente en las noches. Por decreto militar, soportamos AÑOS de bandos que nos cercenaron la noche y en que el ambiente artístico-frívolo-sexy pudo sencillamente no existir. Pero el chileno de entonces tampoco renunció a la reunión y al sandungueo. Ahí estuvieron entonces las boites y casas tolerantes que ofrecían el show de toque a toque. O sea, el que cruzaba la puerta a las 11 pm debía aguantar hasta las 5 am, cuando se levantaba el cierre. Fue el tiempo de gloria de los locales del Padrino Aravena, El Lucifer, El Tiburón, Boite La Sirena, El Mundo y otros como el Tap Room o el Maxim, donde aguantar el toque era ley. Eran otros tiempos en que los enemigos eran visibles y no como este virus, que no le conocemos rostro y nos vuelve algo más cautos. Algo que sea, porque el asunto es que nos pican las manos y los pies por volver a zapatear y a agarrarnos de hombros y caderas , con buenos toques, pero no de queda.