La cosa empezó más bien por necesidad. Los guachacas éramos demasiado feos y hablábamos muy lento como para que nos pescaran los medios de comunicación. Estamos hablando de principios de siglo, cuando las redes sociales no existían y uno dependía de los diarios y la tele para que un mensaje se divulgara. Entonces apareció ella: la excelsa Patty López. Se hizo nuestra amiga, se ofreció a ser nuestra voz y la declaramos reina guachaca de una, la primera soberana de la Fermentación. La compañía de la Patty fue crucial en la consolidación del movimiento. Y lo cierto es que nos quedó gustando esto de tener reina, ¿será que en realidad somos los ingleses de Sudamérica? Como sea, para la sexta o séptima cumbre, decidimos lanzar la primera elección en línea de reina guachaca, esa en la que Adela Secall le ganó por un pelo a Michelle Bachelet, por entonces Ministra de Defensa. Dos años después añadimos el cargo de Gran Compipa a la papeleta y desde entonces no paramos. La cosa fue agarrando vuelo hasta alcanzar niveles de frenesí electoral que jamás imaginamos.

Por supuesto que desde el primer día surgieron los infaltables trolles a criticar: que los guachacas se farandulizaron, que están chacreando el movimiento, que esto y lo otro, como si alguna vez hubiésemos sida una organización seria y no puro hueveo. También se multiplicaron los debates públicos en torno a quién puede ser considerado guachaca y quién no, y ahí tuvimos que salir a explicar que el pelo claro o un apellido extranjero no es un impedimento para ser parte de nuestra fermentación, porque finalmente casi todos los chilenos tenemos algo de inmigrantes y quiénes somos para andar discriminando.

Sin embargo, más allá de las críticas, la fiebre por coronar reyes guachacas se extendió por todo Chile. Ya en febrero nos empezaban a llegar sugerencias de candidatos ansiosos por un lugar en el voto. Desde el diario más tradicional hasta el blog más ignoto, prácticamente todos los medios cubrían los resultados de las elecciones virtuales como si se tratara del plebiscito constitucional.

Lo pasamos bien, es cierto. Por un momento pareció revivir el espíritu carnavalesco que las elites tantas veces han intentado aplacar. Pero casi dos décadas haciendo lo mismo igual aburre. El 2019 decidimos terminar con la tradición de elegir personajes famosos. Jamás renegaremos del pasado ni dejaremos de estar agradecidos y orgullosos de todos nuestros reyes y reinas, pero sentíamos que el asunto había cumplido un ciclo, así que, como broche de oro, quisimos hacer la última elección en modo repechaje, darles una segunda oportunidad a aquellos candidatos que estuvieron a punto de salir electos en comicios pasados, también un poco para recordar y apelar a la nostalgia.

Pero eso ya fue. Acabada la Cumbre de 2019, nos pusimos a cranear cómo seguir. ¿Inventamos otro tipo de elección? ¿Echamos a competir al rey del mote con huesillo con la reina de la pescada frita? ¿Qué se candidatee quien quiera? ¿O chao con las elecciones nomás? Solo cachábamos que ya nada sería lo mismo.

Y en eso llega la pandemia. Casi de inmediato supimos qué hacer con la corona guachaca: había que ponérsela a todos esos compipas que dan el ejemplo ayudando al resto cuando justamente hay más razones para quedarse enfurruñado en la casa. De esa forma nació la campaña Pónele la Corona y probablemente ese sea el rumbo que tomarán las próximas elecciones, si es que las hay.

Por ahora, al menos tenemos una misión clara: rendir un humilde pero cariñoso homenaje a los titanes y valkirias de la generosidad.