Por Francisco Flores, psicólogo

Septiembre debe ser el mes preferido de chilenos y chilenas. Un mes que condensa nuestra historia y la vida misma. Ambivalente, de contrastes, con historias tristes y también de esperanzas. Al igual que aquellos partidos de fútbol, cuando antes de comenzar la fiesta rinden tributo con un minuto de silencio, septiembre también tiene su día de pausa y recuerdo.

Y luego la fiesta patria. Con las banderas y el cotillón nacional que aparecen por doquier. ¿Qué tiene septiembre que es distinto a las fiestas de fin de año o a algún mes estival? ¿Por qué nos hace bien como país y a nuestra salud mental?

Septiembre es el mes donde necesitamos encontrarnos unos con otros. Donde recuperamos la sensibilidad de poder sentirnos.

No es solo una celebración propia de las fiestas de fin de año, circunscrita principalmente a la intimidad familiar, sino que responde a la insustituible necesidad de la complicidad afectuosa con otros cuerpos. La simpatía del sentir compartido.

Tampoco se trata solo de descanso o de desconectarse a propósito de días feriados, como en los meses de verano o los paréntesis de invierno o de fin de semana. Se busca lo contrario: el contacto afectivo, el encuentro con los otros. Septiembre sin la presencia de amigos y de los amigos de los amigos o de la familia no parece ser el mes que es.

Por eso es un mes de excepción. Porque lo cotidiano es, por una parte, que la presencia del otro se haga cada vez más incómoda y competitiva; y, por otra, la virtualización creciente de nuestros contactos por medio de las nuevas tecnologías, que nos produce una desensibilización emotiva, de soledad corporal y fragilidad psíquica, que termina en una epidemia de descortesía y agresividad al ir perdiéndose la capacidad de descifrar lo indefinible en toda comunicación, aquello que solo puede ser posible a través del contacto físico. Sentir el sufrimiento o placer en el otro.

¿Habrá otro baile, como la cueca, donde el contacto visual sea tan necesario, así como la presencia de testigos? Seguramente no son muchos.

El compipa Flores y el Guaripola, después de una sesión de psicoterapia.

Septiembre nos permite reconstruir las condiciones emocionales de la solidaridad. Del encuentro y contacto amistoso entre los cuerpos. No bastan ni el whatsapp ni el celular. Necesitamos la comparecencia de los demás. Es la presencia del otro la que se hace insustituible, lo que hace posible que se reactive una dimensión afectiva de extensiones territoriales, que ocupa patios, casas, plazas, parques y calles.

Podemos hablar de que hay dos tipos de chilenos: los que siempre buscan estas fechas para salir de Chile porque justamente estos paisajes imprevistos de afectos los sobresaltan; y los que se quedan o viajan por nuestro país, a juntarse con la familia extendida y algún amigo que se deja caer porque les gustan estas fiestas, compartir la alegría de ser chilenos, reconciliados con el orgullo de ser “el asilo contra la opresión” y no olvidando “al amigo cuando es forastero”

Palabras, cuerpo y sensibilidad vuelven a encontrarse. Nos hablamos y comunicamos no solamente para algún tipo de intercambio funcional o productivo, sino para ampliar nuestro tiempo de afectividad. La avalancha de estímulos e información parece detenerse y nuevamente nuestra atención puede focalizarse. El tiempo ya no es una porción que se ensambla con otros fragmentos de tiempo, sino una línea continua a un ritmo común.

La desconfianza y competencia son desplazadas por la percepción de que pertenecemos a una comunidad, a un territorio, a un destino compartido que aspira a la búsqueda colectiva de un futuro en común.

Septiembre nos da ciertas claves de subversión emocional. De poner en cuestión las nociones mismas de crecimiento y riqueza. De ser y aprender a ser algo más cariñosos, humildes y republicanos.