Una de las actrices chilenas con más carrete es bien crítica con el teatro actual. Acusa que las escuelas quieren puro lucrar y no sacar buenos actores. “¡Pero no soy una vieja amargada!”, advierte. Y no lo era, al contrario. Tenía claras sus ideas, que es otra cosa.

Si hubiera que elegir reina del teatro chileno, los guachacas no lo pensaríamos dos veces: le ponemos la corona a doña Bélgica Castro, quien a sus más de 80 años y con un extenso carrete teatral a cuestas, sigue requete activa (estelarizó Recta Provincia, sale en La vida me mata y está coprotagonizando Home, de David Storey, con Tito Noguera, en el Teatro Camino).

Premio Nacional de Arte, no sólo es seca sobre las tablas, sino que participó en el movimiento que transformó al teatro chileno allá por los años 40. Tenía 18 años y acababa de llegar del sure (Temuco) a la capital, a estudiar pedagogía en castellano. Por ese entonces, no existían escuelas de teatro. “Era muy común que cada escuela, de Leyes, de Medicina… tuviera su grupo de teatro”, recuerda doña Bélgica. Piedragogía poseía el suyo, el grupo Cadip, fundado años antes por Pedro de la Barra, un lolo veinteañero. “Hacían cosas muy buenas (para la comunidad estudiantil). Empecé a acercarme a ellos y a participar”, cuenta la actriz.

Cuando estaba en segundo año de universidad, a De la Barra se le ocurrió unir todos los grupos que andaban sueltos y así nació el Teatro Experimental en 1941. Esta vez querían mostrar el trabajo fuera de las aulas. “Pedro tenía la idea de hacer un teatro universitario que le devolviera al arte teatral su condición artística –cuenta Bélgica–. El que se hacía era muy comercial. Todo muy improvisado, imagínate que se usaba consueta, alguien que soplaba el texto. Fuimos el primer teatro con intenciones artísticas, es decir, con buenos textos, con buena dirección y con actores que se aprendían los papeles de memoria y ensayaban mucho”. Lograron contagiar ese buen nivel a los demás escenarios. “A mediados de los 40, ya no había ninguna compañía que tuviera consueta, por más rasca que fuera. Les daba vergüenza”, cuenta.

Debutaron con La guarda cuidadosa, un entremés de Cervantes, y una obra de Ramón del Valle Inclán. Las dos, en su castellano original. Para decidir qué obra montar y con qué director trabajar, los miembros del grupo (unos 18) estaban organizados en una asamblea y votaban.

“Las primeras funciones se hacían los domingos –continúa–, a las 10.30 de la mañana, porque a esa hora Lucho Córdova, un director de obras cómicas comerciales, nos prestaba el teatro Imperio. Primero fueron a vernos los compañeros nuestros y los gais, que siempre están atentos a lo novedoso. Pero después se fue llenando”.

Al principio, se financiaban con cuotas que ponían los mismos integrantes. Después consiguieron que Juvenal Hernández, el rector de la Universidad de Chile, autorizara una subvención. “Pero nadie ganaba nada. Si seguíamos siendo estudiantes”.

El año 54 tuvieron su propio teatro, el Antonio Varas, el primero universitario con temporada completa. Abrieron con Noche de reyes, de Shakespeare, y enseguida Doña Rosita, la soltera, de García Lorca. Prosiguieron con obras de autores nacionales, como Sergio Vodanovic y, obviamente, Alejandro Sieveking, quien sería el marido de Bélgica Castro. Hacían ocho funciones semanales, de martes a domingo. “Se empezó a llenar y a llenar. En fin, se consiguieron los objetivos, que eran tener un público estable y hacer teatro chileno de calidad. Hasta que vino el golpe”, remata.

“CARRETEÁBAMOS CON LECHE”

Doña Bélgica, ¿qué celebraría usted para el Bicentenario?

–Chile tiene mucho que celebrar. Que fuimos capaces de deshacernos de Pinochet. Hay que celebrar a nuestros poetas. Que la gente soporte la pobreza. Y bueno, me encanta ser chilena. He andado por todo el mundo y me gusta Chile, Santiago, el Cerro Santa Lucía, frente al cual vivo.

Usted es temucana. ¿Cómo se puede declarar fanática de Santiago?

–Me enamoré de Santiago cuando me vine a estudiar. Llegué a los 18 años y encontré que era una maravilla la gran ciudad. En ese tiempo, las diferencias eran mucho más grandes. No había semáforos en Temuco. Acá el asfalto brillaba por el paso de los autos. Había un gran surtido de películas, mientras que en Temuco teníamos solo dos cines. En el campo me aburro. Me gusta ir al cine, a los museos, y todo eso está en las grandes ciudades. ¡No me iría nunca a retirar al campo!

–¡No se nos retire! Oiga, si no existían escuelas por esos años, ¿quién los guiaba en tanta cosa que hicieron? ¿De dónde aprendían?

–Yo aprendí teatro sobre el escenario porque tuve muy buenos directores que vinieron del extranjero. Y los mismos compañeros que aprendieron a dirigir lo hacían desde el punto de vista artístico, con mucha exigencia. Teníamos que asistir a todos los ensayos, aunque uno no participara en la obra

–Eran recabritos cuando empezaron.

–¡La gente joven es la que tiene que hacer estas cosas!

¿Tuvieron que pasar muchas pellejerías?

–Yo vivía aquí con mi hermano mayor casado; no teníamos ni un centavo; mi mamá me mandaba a veces un billete de diez pesos dentro de un sobre, pero nada más; andaba a pie… Pero si tienes una vocación verdadera, nada te detiene. Además, era otro mundo. No había esta pasión por el dinero. Todo era más sobrio. Una andaba con el mismo vestido siempre porque solo tenías uno. Y el carrete en la universidad era quién había leído más cosas de Thomas Mann. Nos juntábamos a conversar o a leer en voz alta.

Pero con su copetito…

–No, fíjate que en el pedagógico se tomaba leche con vainilla todo el tiempo. Eso lo encontraba fantástico porque en Temuco no había leche con vainilla.

Así como le gusta ir harto al cine, ¿va también al teatro?

–Un poco menos, ¡porque veo cada cosa! Después no duermo. Pienso que he desperdiciado mi vida, que no merecía la pena sufrir tanto para que el resultado fuera ese.

¿Esa onda?

–Ahora no se respetan los textos, los actores no están preparados para hacer personajes. Los eluden. En general, improvisan. Y cuando hacen Hamlet, por ejemplo, le ponen “agregados”. Hamlet dice: “no, poh, hueón”. Y cosas así. Todo lo vulgarizan a la actualidad. En cambio, creo que el teatro es un vehículo cultural muy importante. Si tú ves un buen montaje de Ibsen, de Chejov, tu condición de persona mejora y ese era mi objetivo en la vida. Subir al escenario para que todo ese público que me viera saliera más sensible, mejor persona.

¿Cualquier público puede mejorar, o tiene que ser uno que ya venga con cierto bagaje cultural?

–Siempre hay que tratar. Si empiezas a entregarte, a hacer cosas más fáciles para atraer más gente, estás echando a perder al público. Es lo que está pasando. Hace tanto tiempo que no ven obras buenas, que aceptan cualquier cosa. Tienen miedo al arte, piensan que es aburrido porque lo han hecho aburrido. Este año hicimos El último encuentro, adaptación de la novela de Sándor Márai, en el Teatro Camino, en Peñalolén, en esos andurriales, en pleno invierno crudo, y estaba repleto. Y es una obra que no tiene garabatos ni desnudos, es pura actuación y la gente quedó fascinada. Ahora estamos haciendo Home, una obra inglesa muy bonita, y el público se impresiona y le gusta.

¿Los lolitos quieren hacer vanguardia al tiro, sin aprender primero lo básico?

–Lo básico es la técnica. En todo arte hay que dominarla. Primero tienes que saber hacer la silueta de la estatua griega y después puedes hacer lo que quieras. Pero hoy muchos actores no dominan la técnica. No saben hablar, no saben expresar, no saben tomar un texto e integrarlo a sí mismos, que es lo que hay que enseñar en la escuela. No tienen que aprender cosas raras. Tienen que aprender a hacerse responsables de un papel. Hacerlo creíble, aunque sea la obra más disparatada.

¿O sea, el nivel del teatro actual se debe a la educación maluenda?

–Sí. He hecho muuuuuchas clases de actuación. Hace un tiempo hice un semestre en la Católica, a un tercer año. Eran 18 alumnos, pero solo servían unos seis. Los demás eran muy malos. Pedí un consejo de profesores para advertir sobre la situación, pero me dijeron: “No hay nada que hacer, eso es lo que hay; no podemos ser más exigentes porque el año que viene vamos a tener dos cursos paralelos. Entra mucha plata con eso y, si no, la universidad nos va a cerrar”. Al final, los sacaron a todos bien, a pesar de que yo quería reprobar a al menos dos.

¡Qué chantas!

–Y fíjate que el año pasado me pidieron que hiciera clases de verso en la escuela de la Diego Portales, también a un tercer año. Eran once alumnos y el primer día deben haber ido unos seis. A la segunda jornada, dos. A la tercera, tres, y nunca los mismos. Para ver si alguna vez se juntaban todos, al mes fijé una prueba. Ese día no llegó nadie, así que me vine para la casa y redacté mi renuncia. Se armó un escándalo, me dijeron que tenía que ir, que ese curso era conflictivo porque se odiaban entre ellos, se tenían celos… Pero yo les respondí que así no se podía. ¿Cómo permiten que lleguen a tercer año personas demasiado conflictivas como para trabajar en grupo? La respuesta es: para que los papás paguen. Es lo único que les interesa.

¿Y las malas actuaciones no se deberán también a que las compañías tienen que estrenar algo rapidito para parar la olla y no hay mucho tiempo para ensayar?

–Sí. Es que hay muchas escuelas de teatro. A fin de año la oferta de actores es muy superior a la demanda. Por esa tentación terrible que es la televisión, la gente estudia teatro para salir en pantalla. Pero como uno es el que llega nomás, los otros se juntan y tienen que hacer obritas para mantenerse, para comer. Es terrible. Desde hace unos diez años a esta parte, las escuelas están llenas. Fíjate que en algunas universidades, la escuela de teatro es la que mantiene a las demás.

¿Y qué le parecen los textos actuales?

–Hay algunos buenos, pero también cosas muy malas. Hay autores que son muy personales, que están como divorciados del medio, del público que ellos quieren alcanzar. Mira, no quiero hablar de esas cosas porque lo más seguro es que la gente que lo lea diga: “¡Ah, la vieja amargada!” Pero yo tengo mi manera de pensar y sé que ha dado resultados, y todavía los da.

“YO NO PERDONO NI OLVIDO”

Doña Bélgica ha trabajado con cuanto director chileno conocido sea posible recordar. Pero quizás uno de los que más grabado le quedó en su cuore fue el legendario Víctor Jara. “Antes de que muriera, estábamos empezando a conversar el texto de La Virgen del Puño Cerrado –recuerda la actriz, para que él lo dirigiera. Estuvo almorzando en la casa el domingo 9 de septiembre…”

¿Le sigue doliendo?

–Todo el tiempo. No he podido escuchar canciones de Víctor nunca más porque me pongo a llorar a gritos. Yo no perdono ni olvido ni nada. Fue muy terrible. Y además perdimos otra gente: alumnos.

¿Cuál era su marca como director?

–Ser excelente. Además, dirigió varias obras de Alejandro y se entendían muy bien. Le sugería cambios que mejoraban la obra. Su dirección de La Remolienda fue genial. Cada vez que la hemos dado, se ha hecho exactamente igual. Porque es como un problema matemático. Tiene que hacerse de tal manera y ahí sale comiquísima y verdadera. Si no, se desequilibra.

A propósito, ¿qué le pareció la versión cinematográfica?

–No la vi…

¿Y no la va a ver?

–Prefiero que no. Esa obra se puede filmar y puede resultar fantástica. Pero leí el libreto (su marido es el autor, así que tenía que darle la autorización) y… Preferí no verla. 

¿Y vio la Vida me mata, donde usted aparece fantasmagóricamente?

–Sí, me gustó. Es bien interesante, muy rara, no se parece a nada que se haya hecho. Tiene problemitas, pero el director es una persona muy buena. Es un cabro muy culto. La recomiendo porque uno se muere de la risa y también llora.

¿Cómo selecciona los proyectos?

–A mí me mandan muchos libretos. De Ricardo Larraín, Fuguet, todo tipo de gente. Pero yo trabajo en algunos nomás. A veces no me gusta el papel o me parece malo el libreto mismo. Si conozco al autor, le digo lo que me parece. Si no, les digo que no nomás.

¿Y a qué ha dicho que sí últimamente?

–A una película de Andrés Wood: La buena vida. Me entiendo regio con él, además es una persona muy seria, muy considerada. Ya había trabajado con él en El Desquite.

¿Que papel tiene?

–¡De una vieja! ¿Qué otro papel voy a hacer? Sea duquesa o campesina, tiene que ser vieja.

Supongo que cuando alguien como Raúl Ruiz quiere ficharla, ahí no revisa el guión.

–Claro, porque no saco nada con leerlo. Raúl después cambia todo.

¿Después de Recta Provincia, que transmitieron por la tele, le piden más autógrafos los lolos?

–No ¡porque a esa hora nadie la veía! En la calle a mí me dicen las cosas más divertidas: el otro día iba por Estado y un tipo se da vuelta y me dice: “¿Usted no era una actriz que había?” Y yo le contesté: “¿Cómo que había? ¿No ve que aquí estoy?”

 

LA MALDICIÓN DE VIVIR MÁS

Comadres suyas de la actuación, como María Cánepa, han pasado a mejor vida. ¿Qué siente al respecto? 

–Sí, qué horror. Pero es una cosa que pasa. Es la maldición de vivir más nomás.

¿Y cómo se vive más, pero bien? Por ejemplo, ¿tiene algún secreto para la memoria?

–Tienes que leer mucho para conservar la memoria. Nosotros nos educamos en liceos en los que había que aprenderse los poemas de memoria. Yo todavía me los sé. Me sé todos los números telefónicos y las direcciones. Pero de otras cosas, no me acuerdo. Veo una película y al día siguiente me tienen que explicar cuál era. 

–Siempre anda con nuevos proyectos. Por ejemplo, ahora se va al sur con Cabeza de Ovni. Y eso no es muy frecuente en personas de su generación.

–Yo creo que el gran error de la gente es jubilar. No tienen para qué hacerlo, si uno tiene que cumplir horarios. Cuando estoy trabajando, me doy tareas: este libro lo termino antes de mañana a las 12. Y lo hago. 

Romina de la Sotta

Christian Stüdemann

Fotos: Gloria Henríquez