Por Emilio Antilef

Son tantas las precauciones que nos instituyeron desde niños, todo para vernos sanitos y rosados. En la medida que fuimos creciendo y enfrentados a diversos dilemas, como dice la canción, cada uno se fue aferrando a sus propios dioses y ese credo lo fueron armando las madres, las tías, las meicas. Nos forjaron supersticiones y mucha fe, pero también nos heredaron una serie de remedios caseros: preparaciones, infusiones o verdaderos artefactos que hacían más seguros nuestros inviernos

De mano de mujer viene mucha receta con toneladas de paciencia en su preparación, pero, por sobre todo, con una inclaudicable fe en la sanación que procuran. Recurrir a algo de eso no sería malo en estos días en que tenemos un virus a la vuelta de la esquina.

La lista es enorme, pero es justo y necesario que partamos por dos muestras de la chichita con que nos curaban.

Primero, su majestad el papel de diario encerado. En un trozo de tamaño considerable, por lo general de El Mercurio, sobre una cara se añadían grumos de cerumen de vela y sobre la otra se esparcía una porción de mentolátum, ojalá en su máxima tibieza. El resultado servía para forrar al niño en su momento de mayor crisis y tos. La mayoría de las madres cautelosas lo hacía cuando el paciente estaba dormido, pero a otros nos envolvían profilácticamente antes de salir a la intemperie. Así que obligados a ir al colegio con ese papelito en el pecho, una cruz que era llevaba con una buena dosis de vergüenza, porque el diario se iba enfriando, comenzaban a traslucirse las letras a través de la camisa del uniforme y había que moverse poquito para que no sonara o empezara a despedir un olor no muy grato. Sin embargo, su efectividad era tan probada que la receta ha soportado el paso de la modernidad.

Ah, aquellos años en que un niños sano era un niño gordito como chanchito, y el consumo de heroína era recomendado.

Con el fin de prevenir todo lo que fuera enfermedad pulmonar, nuestras madres y abuelas tenían otra fórmula discutida pero efectiva: el jarabe de ajo, que fundía ese aromático bulbo con miel y jugo de cebolla, todo rallado, mezclado, batido y calentado a baño maría. Se dejaba reposar por días, a merced del sereno, para después tomárselo cuando la potente mezcla de ingredientes ya había consolidado su efecto apaciguador de bronquios. Lo malo era que no solo era capaz de espantar virus y enfermedades, sino a cualquier transeúnte en contacto con el enfermo. Memorable era también su sabor, con el que sencillamente no daban ganas de enfermarse nunca más.

Valgan estas dos muestras para invocar esa sabiduría popular y eminentemente guachaca que llevan consigo los más amenazados del presente, o sea, nuestros viejitos, algunos de los cuales no quieren ni mascarillas ni vacunas, pero ya están preparando algunas de estas recetas tan apropiadas en tiempos de cuarentena. Sin olvidar, eso sí, algún guarisnaque por ahí que seguiremos indagando.

El coñac para la tos sigue siendo un tratamiento avalado por la medicina guachaca.