Por Emilio Antilef

Una monarca de nuestras calles es la sopaipilla, petit bouche nacional que sostiene su reinado de corrido entre la bulla callejera y el peso de la historia a través de todas las estaciones del año. Sin embargo, es en invierno cuando su demanda se hace fuerte, tal vez porque ya está grabado en el inconsciente colectivo el deseo de aplacar los rigores del frío y de la lluvia con una fritanga de masita salada y esponjosa.

Ha sido resaltada por Bourdaine, la guía Lonely Planet y todas esas cosas que se le ocurren a los gringos para medir y reportear lo que se hace, o en este caso, lo que se come alrededor del mundo, dándose tiempo de pasar también por Chilito.

Sin embargo, este emblema de la porfía culinaria chilena no las ha tenido fácil en el último tiempo. Ha debido enfrentar varias amenazas que han hecho tambalear su bien ganado sitial. Empezando por la oferta de handrolls, sushis de cuneta, el arrollado a cien y los sanguchotes tamaño imperial venezolanos que han ido desplazándola de las veredas citadinas.

Otro golpe bajo y fuerte se lo propinó la represión. No olvidemos que hasta dos años atrás las municipalidades le declaraban la guerra a los carritos de sopaipas que hacían de las suyas en las calles y esquinas. De hecho, se habló hasta de erradicarlos, lo que puso en ascuas al gremio sopaipellero, que por lo mínimo llegaba a quince mil miembros solo en Santiago.

También ha hecho frente a la mala leche que han pretendido echar sobre su concepto. Me refiero a la manera en que han querido reemplazar la verdadera sopaipilla por un clon de poca elegancia hecho en serie, al punto en que no sabemos exactamente si es zapallo u otro el ingrediente el que le da un tono amarillento. Convengamos que lo que hoy tenemos en las calles de manera masiva y replicada en cualquier barrio que se precie de tal, ya no es la receta casera familiar, no es el dato de la maestra de grandes manos sudadas. He ahí el principal atentado en contra de la sopaipilla y su trono: la industrialización.

Si le agregamos la pandemia y su maldición, que priva a la gente de las calles, ya tenemos casi un espolonazo mortal a estos carros de sopaipilla que arrastran su aceite y toque personal donde sean bienvenidos

Pero ni la total erradicación ha sido posible ni las redes de la industria de las seudo-sopaipas replicantes han logrado suplantarla a cabalidad. Es la gracia de quienes mantienen el vaivén de la sopaipa casera, esa que todavía lleva su buen zapallo o que siguen la receta sureña autóctona y mapuchona, que la hacen blanca, pero de aún más potente grosor y sabor, y que los argentinos llaman “torta frita”.

Vayan estas líneas como homenaje a Margot Yáñez, conocida como la Mayi del barrio Meiggs, que mantiene ininterrumpida su gesta de venta de sopaipillas amasadas según su propia receta y que no ha fallado ni en épocas de virus ni de protestas usachinas, ni siquiera ante la razzia municipal anti-ventas callejeras. Ella lo atribuye principalmente a su amor al producto, que la hace sentirse una reina querida por los miles de transeúntes quienes agradecen su sabor. Ella hace república guachaca y sabrosa con su obra estrella: la sopaipilla.