Por Emilio Antilef

En las ferias de todo el país, siempre se puede notar ese carro blindado y oloroso a bahía y caleta. Los encontraremos brillando con su cobertura de metal que anuncia que adentro habrá de todo lo que se traiga del mar a su paladar. Por más que nieve, llueva o tiemble, siguen navegando por el comercio del producto oceánico sin arriar su bandera. Se trata de esos monumentos metálicos, notorios, fastuosos y jugosos que quizá conozcamos como “pescaderías de feria”.

Los encuentra cercanos a las esquinas y han sido testigo de la evolución del gusto y las exigencias en torno al comistrajo marino. Cuentan que el plateado tradicional que han exhibido por décadas estos embajadores del reino de Neptuno tiene que ver con el color de la escama del pez que en el carro se vende en rápidos cortes a completa voluntad del compipa consumidor.

Ad portas del mes del mar, se repite hasta el cansancio que los chilenos no aprovechamos los miles de kilómetros de costa que poseemos, los expertos miden que la cantidad de pescado y marisco que ingerimos alcanza un nivel paupérrimo entre los vecinos del sur y los nutriólogos alegan que solo en en semana santa parecemos tomar conciencia de que estos manjares existen. Tampoco es pura culpa de los comensales: ya casi no quedan pescaderías de barrio y en los supermercados solo es posible encontrar trozos de tilapia congelados a precios exorbitantes. Pero podría ser peor. La pescada y la macha todavía pueden ocupar un puesto en nuestras mesas gracias al trabajo de estos carros, que logran que la feria también tenga una reminiscencia de puerto, aunque sea por el fin de semana.

Detrás de los armatostes donde se instalan, atienden sonrientes personajes que, más allá de las diferencias fenotípicas, siempre concuerdan en algo: No se quejan. Como la cuarentena obliga a la restricción y a vivir entre permisos, a este narrador solamente le bastó caminar unas cuadras para encontrarse, en las ferias de Peñalolén bajo y alto, con dos personajes que nos cuentan sus travesías en las aguas de lo sabroso.

 

Pedro Muñoz al pie del arpón.

Desde hace 50 años se puede encontrar en su carro a Pedro Muñoz, un comerciante que tiene grabado su primer nombre como uno de sus ideales de vida. El santo de los pescadores es un ejemplo para este extrabajador del Instituto de Fomento Pesquero que, de la noche a la mañana, cambió su activismo político y sindical de juventud por el evangelio y la revelación. Con larga barba, Pedro también se toma en serio lo de ser “piedra de iglesia”, porque además ha sido pastor evangélico pentecostal. Pero los domingos no es su día de reposo y llega fiel a la feria con ese pescado o molusco que sabe recomendar, fiar y ofrecer según su fórmula infalible: “atención calidad y trato”.

El negocio que arma tres días a la semana en distintas ferias del barrio cordillerano le ha dado para formar una familia de 6 seis hijos. Uno de ellos, Felix, ha sido su ayudante desde potrillo, al igual que resalta la presencia activa de Juan, su comandante, que con sus cuchillos satisface el corte más complicado. No necesitan grandes carteles para ofrecer su mercadería. La presencia de Pedro, el émulo del pescador apóstol, es también consejo y garantía de calidad y anota con total confianza si el pedido es al lápiz. Su fe la defiende y sostiene como el amor a su negocio y ese color plateado de su carro, que no piensa en remozar.

Desde otro carro vecino y de otra generación, Marcelo Loyola apuesta por la renovación y el dinamismo, como caballerosa alternativa a la oferta de Pedro. Conviven en la feria sus estilos distintos, pero el espacio para sus carros sigue igual. Alrededor pasan artistas, clientes, fiscalización, tragedias, comedias y ahí se les halla a ambos al pie del cañón. Marcelo tiene 37 años y le preguntamos cuánto tiempo trabaja su negocio. Nos dice: “Llevo 45 años”. Algo no cuadra, pero nos cuenta que lo dice así para dejar ver que él nació y se gestó entre estas bandejas de hielo, con madrugadas en el terminal pesquero y el desafío de encontrar la calidad para seguir siendo valorado por la gente a la que convierte en caseros y llama por su nombre.

“No grito mi mercadería porque mi técnica es acercarme al casero”, dice Marcelo, que conoce bien el tejemaneje de vender algo más que la pura pescada. Cuando no está en la feria, se dedica al local que “El señor del pez”, su marca, tiene a la altura del 7000 de Avenida Grecia. Por muy antigua que sea la tradición del carrito heredado de su padre, para este locatario,la gracia también está en ir renovándose ante un público que, según observa, está más atento a variar algo más la mesa cuando se trata de lo marino . Por ello, en su carro se fija en contrastar colores e ir más allá del gris, luciendo lo colorido del salmón o el ostión junto a la fluorescencia de los limones.

Tanto don Píter como el capitán Marcelo tienen claro que la gente busca ese sabor que no está en el producto congelado. “La gente algo más informada está y también tiene mayor cultura de darse el gusto”. Esa es la conclusión de Loyola y lo que los motiva a tener siempre listo el loco, la albacora y el pulpo. Para el apetito sofisticado o el guachaca sibarítico, ahí están sus carros como parte vital de ese paisaje feriano que definitivamente goza de buena salud gracias a exponentes como Pedro y Marce, a pesar de las cuarentenas y el miedo al contagio. Es que si los privaran de la feria sería como arrancarles el alma. Igual que a nosotros: si nos quitaran estos carritos, nos matarían un verdadero emblema de lo que va quedando de república.

Don Píter y su tripulación.