Catalina Parra Rojas y Roberto Parra en su casa de calle Serrano, Pudahuel, 1981

Roberto, el de “La carta”

Se cumplen cien años de Roberto Parra Sandoval y para aquellos que no lo conocen, decir “Roberto, el de la canción ‘La carta’ de Violeta Parra” es una forma de presentación. Tengo el recuerdo de haber escuchado así presentarse a mi papá en las romerías que se efectuaban los cinco de febrero a todo sol, en el Cementerio General, para conmemorar un año más de la partida de la tía Violeta. Plena dictadura. Cuando niña no podía escuchar esa canción, no podía soportar que a mi Papá lo tomaran preso: “y sin lástima con grillos por las calles lo arrastraron”. Escuchar esa canción era llanto seguro y risa asegurada de él, porque no podía entender que me diera una tristeza tan honda una canción, y yo entre lágrimas le preguntaba: “¿Es verdad que por las calles te arrastraron?” Él se ponía a reír. La canción cuenta: “La carta dice el motivo que ha cometido Roberto, haber apoyado el paro que ya había resuelto”. La historia rememora la matanza de noviembre de 1962 en la población José María Caro de Santiago, donde hubo seis muertos y muchos detenidos, entre ellos, mi papá. Siempre quise que me contara más de ese acontecimiento y lo único que me decía era: “Yo quisiera saber quién era él o la que mandaba esas cartas para allá” (París). Él siempre sospechó que fue la Abuelita Clara.

Retrato de Roberto Para, técnica linóleo, por Catalina Parra Rojas

Isla Negra

Me acuerdo de que estábamos en la casa del Tío Nicanor en Isla Negra, porque a mi papá lo contrataban como “cuidador” de la casa en la playa. Ese año estaba condenada a repetir segundo básico (a mitad de año ya se sabía quiénes repetían y quiénes pasaban de curso), así que me mandaron fletá pa’ Isla Negra con mi papi. Nos levantábamos tan temprano que, cuando veníamos de vuelta de comprar el pan, recién empezaban a sacar las gallinas y los gansos de las casas vecinas. Nos sentábamos a los pies de un árbol a comer yogurt, las gallinas se acercaban y mi papá les decía: “Dios las bendiga”. Durante el día íbamos a la playa y en la noche dormíamos en el garaje, que era muy grande y sostenido por vigas de madera inmensas que atravesaban el techo y que yo contaba una a una antes de dormir. Me acuerdo de que yo despertaba a medianoche y le decía: “Tengo sed”. Y él cada vez se levantaba a buscarme un vaso de agua, aunque para eso fuera necesario cruzar todo el sitio hasta el final del jardín, desde donde se divisaba la copa de agua chiquitita y bien blanca dibujada por la luz de Luna junto a la silueta de mi papá, que parecía un alma en pena con su pijama también blanco deambulando por el jardín. Cada vez que nos acordábamos del “vaso de agua” en Isla Negra, mi papá decía: “Yo estaba muy mal en ese tiempo, mira que hueón era. ¿Por qué no dejaba antes un vaso con agua al lado de la cama? ¿Por qué tenía que levantarme a medianoche a hueviar pa’ allá?  Ahí se ve que no estaba bien de la cabeza”.

Dibujo por los cien años de Roberto Parra, técnica acrílico con pastel graso, por Catalina Parra Rojas.

En la playa (Isla Negra)

Estábamos sentados mirando al mar y de repente aparece un lolo a vender helados.

Mi Papá le dice: “¿A cuánto los tienes?” 

Vendedor: A veinte pesos”.

Mi papá: “Déjamelo a diez”

Vendedor: “Bueno”.

Mi Papá: “Dame dos”.

Las fondas del parque

Todos los años, para el 19 de septiembre, nos juntábamos los dos despistados para ir a las fondas. Eso se había vuelto una tradición.

En una de esas ocasiones, durante el trayecto, el chofer anuncia: “Bueno, hasta aquí nomás llegamos porque están desviando los buses por la parada militar”. Ahí nos encontramos rodeados por el gentío, entremedio de la Infantería y las patas de los caballos. Para poder cruzar a las fondas, hay que recorrer todo el Parque O’Higgins, y así lo hicimos, pero en vez de llegar a nuestro destino, desembocamos en un potrero donde el pasto nos tapaba hasta el pecho. Y yo de minifalda y con las medias rotas por tantas espigas. Atrás, un montón de gente nos seguía, en nuestra misma situación, absolutamente perdidos y pensando que nosotros conocíamos el camino. Tuvimos que saltar una pandereta para poder escapar del potrero, pero aparecimos en Fantasilandia y mi papá tuvo que pagar cinco mil pesos a la cuidadora para poder salir de ahí. Volvimos a aparecer en la parada, donde —para peor— por la muchedumbre nos perdimos de vista. Yo me quedé pajareando, mirando a los soldados de alta montaña. Después mi papá siempre me decía: “¡Mírenla a ella, mirando a los palomos!”, haciendo alusión al uniforme blanco.

Como a las nueve de la noche al fin llegamos a las fondas, después de haber salido de la casa de Pudahuel a las cuatro de la tarde. Estaba oscuro ya. Entramos a la fonda “El Volantín” y mi papi se subió al tiro al escenario a tocar las cuecas choras y a esperar el próximo 18 septiembre.

Los tallarines

En un día cualquiera.

Yo: “Papá, ¿qué hago con este resto de tallarines?”

Mi papá contesta: “Envuélvelo bien, así en papel de diario, con un cañamito alrededor y lo dejamos, como que no quiere la cosa, en la micro olvidado. No va a faltar el hueón que diga ‘¡ah! me encontré este paquetito en la micro, ¿vamos a ver lo qué tiene?’ Y cuando llegue a la casa, se va a encontrar con la sorpresa”.

Arriba, de izquierda a derecha: Navarro, Leonora Parra, Catalina Rojas, Janet Ruiz, José Manuel Herrera, Mireya Sotoconil. Abajo: Araucaria Rojas, Roberto Parra y Catalina Parra,  Puente Alto, Navidad de 1993.

Diez de julio

En uno de esos días de invierno en Santiago de los años ochenta (86, 87), cuando llovía seguido, antes del calentamiento global, mi papá me fue a buscar a la casa de Macul, porque en ese tiempo mis padres ya estaban separados y yo vivía con mi tío Dióscoro (hermano de mi madre) en la calle Los Plátanos. Nos bajamos del bus en Irarrázaval con Vicuña Mackenna y cruzamos la calle. Llegamos a Diez de Julio, donde la calle empieza a ser más popular. En un momento en que la vereda quedó vacía, mi papá dice: “¡Mira, Nina, lo que está botado!” Era una chauchera. Mi papá miró para todos lados para encontrar al dueño, pero ni señas, así que la recogió y revisamos lo que había dentro: alrededor de 7.000 pesos y algunas monedas. En ese tiempo, era mucha plata, así que lo primero que hizo fue comprarme zapatos nuevos para el colegio y después pasar a comer completos a un boliche de por ahí cerca. Recuerdo que en un momento mi papá se pone pensativo y yo le pregunto: “¿Qué es lo que le pasa?”. Y él me dice: “Estaba pensando en el dueño o dueña de esa chauchera y seguramente estará echando de menos su plata”.

La Malena y el pájaro verde

“La Malena” y “El pájaro verde” eran dos quintas de recreo ubicadas frente a nuestra casa de Pudahuel, en Serrano 1229. Siempre se armaban trifulcas nocturnas en esos boliches. Una vez, ya no recuerdo si desde “La Malena” o “El pájaro verde”, mandaron a buscar a mi papá para que los ayudara con la afinación de los instrumentos de la orquesta. Al rato, escuché cómo se iba armando una tremenda pelea: se oían gritos, se tiraban cosas y hasta balazos resonaron. De pronto se hizo un largo silencio. Todo parecía haber terminado. Yo ya estaba esperando el peor de los desenlaces cuando de pronto entró mi papá muy campante. Corrí a abrazarlo. “Papá, pensé que te habían pegado”, le dije. Él contestó riéndose: “Nooo, si cuando empezó la pelea, me fondeé debajo del proscenio y no me pasó nada”.

Roberto Parra y Catalina Parra Rojas en la Estación Mapocho, 1995.

La chaqueta de cuero

Sería el año 1991 o 1992 cuando veníamos con mi papá de vuelta de cobrar el cheque de su jubilación. En realidad, ese día no lo pudimos cobrar, no sé bien por qué: no estaba la plata o hubo algún lío. Para pasar el mal rato, nos fuimos a comer pasteles a la panadería San Camilo, que en ese tiempo estaba en la calle Matucana con San Pablo. Después nos pusimos a vitrinear en las tiendas de ropa usada que solía haber por ahí y en eso diviso una chaqueta de cuero muy linda, negra. Mi papá me mira y dice: “¿Quieres que te la compré?”  Yo le contesté que sí, pero cuando ya la estaba por pagar, se acordó de que el último peso lo había gastado en los pasteles, así que le hizo una oferta al tipo que atendía: “Le dejo mi carnet en garantía”. Traté de convencerlo de que no lo hiciera, de que la chaqueta no era tan linda después de todo, pero no hubo caso. “Yo te quiero comprar esa chaqueta, Nina”, me dijo él. Al final, recuperó el carnet y pagó la chaqueta. Claro que yo me la llevé puesta ese mismo día y, treinta años después, aún no me he querido separar de ella.

En la primavera de 2021,Darmstadt, Alemania.

Nina Parra