¿Dónde estás, Yamilet?

¿Dónde estás, Yamilet?

Por Emilio Antilef

Ya, OK, atiéndanse con el doctor más caro o escuchemos las explicaciones del ministro. Yo prefiero viajar hasta Talagante, bien camuflado y enmascarado, en busca de esa niña que se quedó en mi memoria de infancia, esa niña de nombre gitano que salía en todos los diarios y que enfrentaba las cámaras de televisión con una personalidad tan enigmática, robándose las miradas y la atención de todo un país. ¿Dónde estará? La gente llegaba a verla en colas de esperanzados que le devolvieron a Talagante ese sabor a misterio y brujería que cargaba antaño.

Yo aún quiero encontrar a esa muchachita que, en años de televisión en blanco y negro, llegó a ser sinónimo de sanación: Yamilet.

Dicen que su don fue un regalo de un espíritu muy viejo que se encarnó en ella y que le dio varias indicaciones, como vestirse siempre de blanco, no casarse, maquillarse ni cobrar por aquellas sesiones multitudinarias de sanación, donde cundía la psicosis colectiva y a veces hasta había que esconderla para que el frenesí no pasara a mayores. Sus padres atravesaron más de una peripecia con tal de resguardarla cuando el asedio periodístico y el acoso de fieles achacosos amenazaban con salirse de control.

Corría el año 1975 cuando la Yamilet saltó a la fama, llevando a la práctica viejos métodos como la imposición de manos y las operaciones a distancia. Aunque no cobraba, numerosas ofrendas se acumulaban en la puerta de su casa de madera. En ese Talagante famoso por lugares donde cuentan que se aparece el diablo, todos veían pura bondad en esa niñita cuyo nombre completo era Yamilet Díaz Parada. En entrevistas de televisión se ve cariñosa y poco locuaz, pero con mucha llegada a esos abuelitos que clamaban por ella en la población Las Palmeras.

Llegaron a haber estampitas y memorabilia suyas, como sus pañuelos y hasta el delantal de colegio que apareció después dotado de milagros. Baradit la recuerda en su libro de historia secreta, casi al lado de trucherías como el vidente de Villa Alemana, por el que caímos varios y que en los 80 fue promovido por el régimen militar y ese señor Castro de La Barra que aun busca en los medios la huella de sanaciones diversas.

El hecho es que, durante tres años, Yamilet no bajó la guardia ni perdió la serenidad en medio del revuelo. Hasta que, tras cumplir 13, de un día para otro se negó a seguir sanando. Prefirió dedicarse a jugar en su colegio y que la notoriedad se le escabullera. En 1987, la revista Apsi logró entrevistarla: estaba casada, ya no vestía de blanco y trabajaba de temporera. Había cursado hasta octavo básico nomás y seguía viviendo donde mismo, en Talagante. Los poderes se le habían esfumado, lo mismo que la fama mesiánica, pero eso era algo que estaba lejos de añorar, aseguró. Después, se le pierde la pista.

Oreste Plath, en su Folklore médico chileno, cuenta que nunca se pudo comprobar alguna sanación atribuible a los poderes de Yamilet. Los supuestos “curados” nunca presentaron pruebas fehacientes de que hubiesen estado enfermos antes del “milagro”, ni una radiografía, ni un solo informe médico.

Aun así, en un Chilito como el de hoy, ansioso de milagros, me encantaría poder tomar una micro a Talagante y encontrar algo de paz en la mirada impasible de la niña milagrera.

Curanderos de ayer y hoy

Curanderos de ayer y hoy

Por Emilio Antilef

Es difícil encontrar en esta república personas mayores de edad que no hayan visitado algún curandero o hierbatero, o recurrido a alguna terapia alternativa, que le llaman ahora. Pónganle el nombre que se les ocurra, de meica a sanador, pero vivimos en un territorio donde la consulta al médico no solo se restringía a Fonasa, las isapres o matasanos con título.

Es tiempo de que homenajeamos a un guachaquísimo recurso, como era acudir a esos curanderos y maestros de recetas y brebajes que se anunciaban en diarios y radios, antes de las pulseras poderosas, de los infomerciales con recetas patentadas y de tanta fiscalización. No es que hayan sido erradicados totalmente, pero hasta el cambio de siglo, eran más fáciles de encontrar. De hecho, en los 90, navegaban varias especies de buques maniseros por el casco histórico del centro de Santiago, especialmente cerca de iglesias históricas como la Catedral, la de la Merced o en aquella donde se rinde culto a Santa Rita. Se publicitaban más que farmacia del doctor Simi y en ellos se podía pedir culén, llantén, poleo y amuletos de diversa orden, obra y arte de estos curanderos. Los buques solo vendían la receta, pero el dato para la atención del doctor brujo lo tenían fijo y sonante.

Recuerdo que uno de los carritos mejor surtidos anclaba a la salida de la iglesia de Santo Domingo, donde se junta la calle del mismo nombre con Diagonal Cervantes y 21 de Mayo, para ofrecer un número impresionante de posibilidades en infusiones con hierba casi recién cortada. Ese local callejero se encargaba de despachar el pedido hecho por alguno de los expertos en hierbas o “maestros”, que solía incluir ingredientes como bosta oreada y podrida, imanes o raspados de anís, entre las cosas más suaves. En las galerías de alrededor también los había. Algo de eso aún existe.

Además de las hierbas, para sacar algún mal ultra enraizado, los compipas y sus cónyuges podían acceder a las santerías, como se les llamaba a esos lugares en que se invocaban diversos seres sobrenaturales con velas, inciensos y aromas orquestados en rituales afrobrasileños que había que seguir al pie de la letra. No solo servían para curar achaques, sino también para dejar maleficios bien atados, unir parejas o mejorar la economía personal. Se generaba así una especie de culto alrededor de estos personajes que ofrecían limpiezas en lenguas que solo ellos entendían, con toda una terapia de colores y cantos a la Pombagira o Shangó. El paganismo precristiano no es nada comparado con la pléyade de dioses y semidioses que capaces de convocar.

Incluso los brujos se especializaban en hechizos. Para revertir maleficios o ataduras, llegaron unos pastores brasileños que cerraban el circuito. Se hicieron famosos con sus anuncios en distintos programas de radio AM, donde tenían su tribuna. A ellos los recordaremos en próximos reportes de esta especie de memorial guachaca en tiempos de cuarentena. Porque “brujos no hay, como dijo un tal Garay, pero de haberlos, hay”.

Cuando pagábamos la micro

Cuando pagábamos la micro

Por Charlie

Hace unos días se dio a conocer una cifra estremecedora. No me refiero al número de contagiados por coronavirus, ni a los 20 grados Celsius en la Antártica, ni a las hectáreas arrasadas por incendios, ni al 63% de aprobación de Lavín (¡pucha que hay malos números este año!). Estoy hablando de los 800 millones de dólares de déficit que acumuló en 2019 el Transanfiasco, o Red, como le dicen ahora. Los medios informaron que es la mayor cifra en contra que ha presentado el sistema de transporte público capitalino desde 2009.

En parte, la catástrofe se debe a la caída de los viajes en el último trimestre del año, pero también es producto de la evasión rampante. En septiembre de 2019, esta fue de 26,6%, según el Programa Nacional de Fiscalización. El Gobierno dejó de medirla desde que estallaron las protestas, pero, al ojímetro, algunos expertos calculan que actualmente podría empinarse por sobre el 50%, alcanzando incluso el 80% en algunos recorridos

Como sea, estas malas noticias me trajeron a la mente un recuerdo de juventud: estoy en una micro amarilla de esas noventeras, de pie y apretujado en medio del pasillo. La micro se detiene y, como la entrada está obstruida por exceso de humanidad, el chofer abre la puerta trasera para permitir que un nuevo pasajero ascienda. Minutos después de que el vehículo se ha puesto en marcha, me tocan el hombro. Una mano anónima me extiende un puñado de monedas. Instintivamente, yo se las doy al compipa que tengo por delante y este hace lo mismo con su vecino. Segundos más tarde, recibo desde la cabina del conductor un boletito y unas pocas chauchas, que hago pasar hacia atrás. En ningún momento nadie ha dicho una sola palabra porque todos saben lo que acaba de suceder: simplemente el pasajero que se subió por la puerta trasera pagó a la distancia su pasaje; ayudado por todos nosotros, sus monedas llegaron hasta el chofer y este, en un acto de reciprocidad, le envió el boleto y el vuelto haciendo uso de la misma posta solidaria de pago.  

Esta escena era frecuente cuando uno andaba en micro durante los 80, 90 e incluso a comienzos de este siglo, hasta 2007. Yo supongo que tanto el monto del pasaje como el vuelto deben haber llegado íntegros a sus destinos, porque nunca escuché a nadie alegar.

Me encantaba ser partícipe de este tipo de intercambios comerciales. Me hacían sentir orgulloso de ser chileno. Es más, en esos momentos solía pensar:  ¿Cómo chucha tenemos fama de ladrones en el mundo si somos capaces de tanta civilidad? ¿En qué otro lado se le pone tanto pino a cumplir con el deber de pagar un pasaje?  

Es cierto que, por aquel entonces, los choferes ganaban por boleto cortado y por eso se hacían respetar. Estaban en pleno comando de sus máquinas. Distribuían la gallada a lo largo de los buses: “Vayan corriéndose pa’l fondo”, roncaban y hasta las viejas potonas más renuentes obedecían. También echaban a los lanzas y ¡anda a subirte sin pagar! A lo más negociabas un combo estilo “¿nos lleva por 300?” Pero yo encontraba que la sola autoridad del chofer no era suficiente para explicar toda la minuciosidad y la paciencia aplicadas a los “pagos por atrás”. Quería ver en ese gesto algo más, una cualidad profunda del ser chileno: que en el fondo somos un país honesto.

Sin embargo, esta bonita costumbre desapareció de la noche a la mañana con el Transantiago y las tarjetas Hip! Desde entonces, la costumbre es evadir. ¿Qué cresta pasó? ¿Fue un espejismo? ¿En realidad les teníamos miedo a los antiguos choferes y ahora que los nuevos no pescan porque no les pagan por boleto, no estamos ni ahí con pagar? ¿Entonces es cierto que la oportunidad hace al ladrón?

Me resisto a aceptar esa conclusión, aunque parece la más verosímil.  

Algunas personas tratan de disfrazar la evasión como “una forma de luchar”, en protesta por el mal servicio y los precios altos. No nos engañemos, la evasión es un robo y es una de las principales razones de que el servicio sea malo y los pasajes, caros.

El alza de 30 pesos que experimentó el Metro en octubre, y que catalizó lo que todos sabemos, se debió en gran medida al déficit que presenta el Transantiago (el Metro estatal paga los platos rotos de la mala gestión privada de los concesionarios de micros). Y el déficit, a su vez, tiene como causa en gran medida la evasión. O sea, mientras más gente evade, mayor es el forado y más hay que subir los precios para taparlo. El Gobierno congeló los pasajes por ahora, así que lo más probable es que los mayores niveles de care’rajismo redunden en una merma de la calidad del servicio.

En fin, frente a este panorama, es fácil caer en la trampa de la nostalgia y sentir añoranza por las viejas micros amarillas. ¡Error! Ese sistema era pésimo, mucho más contaminante, peligroso y trucho. Pero si hay algo que echo de menos de esos años es ser parte de la virtuosa cadena humana del pago por detrás. ¿Había algo ahí que aún podamos rescatar?  

De Peñalolén con amor: La feria de avenida Grecia

De Peñalolén con amor: La feria de avenida Grecia

“Lleve de lo bueno” es la consigna, a todo grito y bulla de fiesta aparte, cuando es día de feria, una tradición a estas alturas potente y extendida, al punto de que cada vez se extiende más y más. Además de las jugosas ofertas clásicas de verdura a granel, el ingenio nacional por agregar cuadras y cuadras a un mayor concepto de «cuantohay» le ha dado más y más aire a las ferias de barrio.

Quedaríamos pidiendo agüita si nos ponemos a organizar y contar la historia de todos estos rincones de guachaquismo, vida y mundo como las gigantescas y ruidosas colmenas que resultan ser. Más aún en estos días en que ya las voces que gritan su mercado tienen acentos caribeños, selváticos y hasta con toques de creole. Sea para hacer las compras que la decencia manda o definitivamente encontrar mejores ofertas que en el súper o la misma Vega, las ferias tienen un lugar en la agenda de cualquier familia de tendencias guachacas o no. Ahora, si también se buscan alternativas para hacer negocios, deshacerse de cachitos, ropa que sobra o sencillamente hacer unas monedas con alguna mercancía variada, hay ferias que es necesario tener en cuenta y en el ojo de la mira.

Repitamos que el listado de datos de este tipo de ferias es largo y queda anunciada la voluntad de seguir indagando. Pero, bajando desde la cordillera, partamos por una donde se puede encontrar de todo: la feria que se instala en avenida Grecia, desde Tobalaba a Los Molineros.

Se puede ingresar aquí a un laberinto de una veintena de cuadras que, entre pasajes varios, ofrece una oferta importante de todo tipo de productos, a lo mercado de pulgas. Anotemos comestibles, vestuario, material de lectura, discos vinilos, recursos didácticos para niños, joyas de anticuario, menaje, juguetes dados de baja, adornos refinados, electrónica, nonni, maca o hierbas varias para todo tipo de efectos, material de estudio en idiomas varios y hasta medicina mapuche. En realidad es un todo el que se desmenuza en callejones, pasajes y el perímetro que rodea a la avenida en su sector preciso de La Faena, colindante con el barrio Ictinos. Si se cansa, puede aquí saciar hambre y sed con una oferta culinaria que ha aumentado gracias a la influencia inmigrante. No hay hambre ni sed entre ceviches, completos, hand rolls, sopaipillas, empanadas, jugos naturales, cubos marcianos peruanos, micheladas a plena luz y energéticas a precio de huevo.

La feria de Grecia es una tradición sabatina adonde no solo llega el o la guachaca; también es desfile obligado de conspicuos vecinos en busca de la ganga. El escenario no es mezquino para recrear la vista porque la pasarela de piel en verano también es destacable y, si lo que quiere es vender, los vecinos ceden su espacio para que se instale con su propuesta comercial. Cualquiera sea el interés que tenga o el ojo que le ponga, le aseguramos que de aquí NUNCA podrá salir con las manos vacías.