Cuando pagábamos la micro

Cuando pagábamos la micro

Por Charlie

Hace unos días se dio a conocer una cifra estremecedora. No me refiero al número de contagiados por coronavirus, ni a los 20 grados Celsius en la Antártica, ni a las hectáreas arrasadas por incendios, ni al 63% de aprobación de Lavín (¡pucha que hay malos números este año!). Estoy hablando de los 800 millones de dólares de déficit que acumuló en 2019 el Transanfiasco, o Red, como le dicen ahora. Los medios informaron que es la mayor cifra en contra que ha presentado el sistema de transporte público capitalino desde 2009.

En parte, la catástrofe se debe a la caída de los viajes en el último trimestre del año, pero también es producto de la evasión rampante. En septiembre de 2019, esta fue de 26,6%, según el Programa Nacional de Fiscalización. El Gobierno dejó de medirla desde que estallaron las protestas, pero, al ojímetro, algunos expertos calculan que actualmente podría empinarse por sobre el 50%, alcanzando incluso el 80% en algunos recorridos

Como sea, estas malas noticias me trajeron a la mente un recuerdo de juventud: estoy en una micro amarilla de esas noventeras, de pie y apretujado en medio del pasillo. La micro se detiene y, como la entrada está obstruida por exceso de humanidad, el chofer abre la puerta trasera para permitir que un nuevo pasajero ascienda. Minutos después de que el vehículo se ha puesto en marcha, me tocan el hombro. Una mano anónima me extiende un puñado de monedas. Instintivamente, yo se las doy al compipa que tengo por delante y este hace lo mismo con su vecino. Segundos más tarde, recibo desde la cabina del conductor un boletito y unas pocas chauchas, que hago pasar hacia atrás. En ningún momento nadie ha dicho una sola palabra porque todos saben lo que acaba de suceder: simplemente el pasajero que se subió por la puerta trasera pagó a la distancia su pasaje; ayudado por todos nosotros, sus monedas llegaron hasta el chofer y este, en un acto de reciprocidad, le envió el boleto y el vuelto haciendo uso de la misma posta solidaria de pago.  

Esta escena era frecuente cuando uno andaba en micro durante los 80, 90 e incluso a comienzos de este siglo, hasta 2007. Yo supongo que tanto el monto del pasaje como el vuelto deben haber llegado íntegros a sus destinos, porque nunca escuché a nadie alegar.

Me encantaba ser partícipe de este tipo de intercambios comerciales. Me hacían sentir orgulloso de ser chileno. Es más, en esos momentos solía pensar:  ¿Cómo chucha tenemos fama de ladrones en el mundo si somos capaces de tanta civilidad? ¿En qué otro lado se le pone tanto pino a cumplir con el deber de pagar un pasaje?  

Es cierto que, por aquel entonces, los choferes ganaban por boleto cortado y por eso se hacían respetar. Estaban en pleno comando de sus máquinas. Distribuían la gallada a lo largo de los buses: “Vayan corriéndose pa’l fondo”, roncaban y hasta las viejas potonas más renuentes obedecían. También echaban a los lanzas y ¡anda a subirte sin pagar! A lo más negociabas un combo estilo “¿nos lleva por 300?” Pero yo encontraba que la sola autoridad del chofer no era suficiente para explicar toda la minuciosidad y la paciencia aplicadas a los “pagos por atrás”. Quería ver en ese gesto algo más, una cualidad profunda del ser chileno: que en el fondo somos un país honesto.

Sin embargo, esta bonita costumbre desapareció de la noche a la mañana con el Transantiago y las tarjetas Hip! Desde entonces, la costumbre es evadir. ¿Qué cresta pasó? ¿Fue un espejismo? ¿En realidad les teníamos miedo a los antiguos choferes y ahora que los nuevos no pescan porque no les pagan por boleto, no estamos ni ahí con pagar? ¿Entonces es cierto que la oportunidad hace al ladrón?

Me resisto a aceptar esa conclusión, aunque parece la más verosímil.  

Algunas personas tratan de disfrazar la evasión como “una forma de luchar”, en protesta por el mal servicio y los precios altos. No nos engañemos, la evasión es un robo y es una de las principales razones de que el servicio sea malo y los pasajes, caros.

El alza de 30 pesos que experimentó el Metro en octubre, y que catalizó lo que todos sabemos, se debió en gran medida al déficit que presenta el Transantiago (el Metro estatal paga los platos rotos de la mala gestión privada de los concesionarios de micros). Y el déficit, a su vez, tiene como causa en gran medida la evasión. O sea, mientras más gente evade, mayor es el forado y más hay que subir los precios para taparlo. El Gobierno congeló los pasajes por ahora, así que lo más probable es que los mayores niveles de care’rajismo redunden en una merma de la calidad del servicio.

En fin, frente a este panorama, es fácil caer en la trampa de la nostalgia y sentir añoranza por las viejas micros amarillas. ¡Error! Ese sistema era pésimo, mucho más contaminante, peligroso y trucho. Pero si hay algo que echo de menos de esos años es ser parte de la virtuosa cadena humana del pago por detrás. ¿Había algo ahí que aún podamos rescatar?  

¿Adónde se fueron los sapos?

¿Adónde se fueron los sapos?

Por Emilio Antilef

Era el señor de las esquinas y las cosas simples. Tan indispensable como hoy son los sistemas satelitales, sus datos eran los más fidedignos en aquellos años en que la locomoción colectiva se manejaba con riendas muy privadas. Nos referimos al sapo de micro, cuya presencia fue estelar en tiempos de carreras entre máquinas que hacían las delicias de quienes querían llegar más temprano, pero que también solían ser un dolor de cabeza y de nervios para las señoras acoquinadas que no querían quedar como animita.

Es parte de la historia con que el gremio de la locomoción dejó marcas culturales, como esos boletos de preciosos diseños que hoy se pueden encontrar hasta en archivos y museos. Otro tema son los diseños de las máquinas, esos logos y calcomanías de interior que marcaban tendencia en un día a día en que la competencia llegaba a límites de mafias, moneditas brujas, metralletas (el nombre dado a los boletos adulterados que circulaban millonariamente) y veloces rallies que fue necesario datear y estudiar.

Ahí nace el sapo, trovador o rapero más bien. Sus apariciones y relatos eran breves, pero de él dependía en cierta forma el destino de los pasajeros en carga. Sus mensajes cifrados al oído del chofer significaban acelerar o no. Aparecían en medio de la nada, con un despliegue casi acrobático y un tanto suicida. Sus subidas eran un arte, en el sentido de que, para cumplir con dignidad el cometido, debían deslizarse oportunamente entre el pavimento y la máquina andando. Para bajar, el método era el mismo. Aquellos que circulaban entre vehículos tenían una gracia digna de admiración por la manera como sorteaban el tráfico asoleado. Daba gusto ver a estos personajes ágiles, casi como jinetes de no mucha estatura pero provistos de ojo de lince.

Además eran ubicuos: uno podía encontrarlos en esquinas de periferia o en avenidas céntricas y ajetreadas.

Lo que decían era básicamente el resultado de conocer los números de las máquinas en circulación y la distancia exacta que las separaba. Un mensaje podía decir, por ejemplo: “a 10 minutos de la 5”. Los más avezados se sabían los nombres de pilotos y comunicaban algo aun más cifrado e incomprensible al oído del pasajero.

Desde los tiempos de las micros y liebres de variados colores hasta las amarillas que aparecieron en los 90, ese preciado mensaje era recompensado por los choferes de manera contante y sonante. Las monedas tintineaban en las bandejillas que acarreaban los sapos, alrededor de cuyas postas florecía más comercio también.

Estos personajes ya habían alcanzado un rentable pasar a comienzos de siglo. Sin embargo, vieron naufragar toda su red cuando irrumpió ese Transantiago que prometía una flota monitoreada con precisión geométrica por obra y gracia del GPS. Algunos se reciclaron como inspectores del nuevo sistema. También dicen que en localidades rurales se les puede ver todavía haciendo de las suyas. Pero en la capital, la Era del Sapo ya quedó atrás.  

Ah, las micros amarillas… Qué tiempos aquellos.
En todas partes se cuecen bichos

En todas partes se cuecen bichos

Por El Caballo Ascanio

El domingo pasado, por primera vez en la historia de los premios Oscar una producción no hablada “in inglich” se llevó el premio a la mejor película, aparte de otras tres estatuillas: mejor guion, director y película internacional. Como ya todos deben cachar, nos referimos a la surcoreana “Parasite”, la peli del momento. Desde que debutó en Cannes en mayo pasado, la obra del director Bong Joon-ho (“The Host”) no ha parado de cosechar aplausos y galardones, incluida la Palma de Oro en el festival francés. En todas partes le tiran flores y ya lleva recaudados más de 160 millones de los verdes en la taquilla mundial. ¿Quién se hubiera imaginado que una pomada no hollywoodense, sin superhéroes ni efectos digitales ostentosos, podría tener tanto éxito?

Aparte de sus muchos méritos cinematográficos, la historia de estos parásitos del lejano oriente parece haber tocado una fibra universal y urgente. Probablemente ya sabe de qué se trata: los Kim son una familia pobre de Seúl, que sobrevive a duras penas en un semisótano (o banjiha, como les dicen allá), cuya única ventana a ras de piso da a un callejón infecto que los borrachines usan de meadero. Pese a todo, los cuatro Kim son bastante optimistas y busquillas. Cuando el hijo mayor tiene la oportunidad de trabajar como tutor de una cabra millonaria, la toma de una, aunque eso implique falsear algunos títulos universitarios. Así llega a la mansión ultramoderna de los Park, donde sobra el espacio y los grandes ventanales dejan ver jardines exuberantes. A punta de engaños,  Kim Junior se las ingenia para que su hermana y sus papis también terminen trabajando para la familia de ricachones, que nunca se enteran de que sus nuevos gomas están emparentados entre sí. Por un tiempo, la simbiosis funciona, pero resulta iluso creer que la cosa no va a terminar explotando de alguna manera si es tanta la desigualdad reinante, si son tantos los otros “parásitos” en busca de un huésped al que succionar y, especialmente, si es tan desfachatada la insensibilidad de los ricos Park.

En cierto momento, el pater familias le dice a su esposa: “La gente que anda en metro tiene un olor especial”. Él solo se moviliza en auto con chofer, obviamente. Y hacia el final, después de una tormenta que inunda las áreas más pobres de Seúl, la señora de la casa se alegra de que la lluvia despejó el cielo y ahora van a poder celebrar el cumpleaños del retoño regalón en el patio. En todo caso, Bong Joon-ho no presenta a los Park como monstruos. Simplemente han vivido tanto tiempo en una burbuja que ya perdieron toda conexión con la realidad. Son volados nomás, y tan parásitos como los otros, porque no logran sobrevivir sin que alguien les limpie, les cocine, los transporte y hasta les críe los hijos.

Tampoco es que los Kim sean unos santurrones. No solo engañan a los platudos; además no tienen empacho alguno en desplazar con ardides a la pobre empleada y al inocente chofer que trabajaban en la mansión antes de que llegaran ellos. Aquí la lucha es entre clases, pero también, intraclase.  

En fin, después de verla, nos queda la sensación de que la historia de los Kim y los Park perfectamente podría haber sido filmada en el Chilito actual: los González versus los Larraín; en lugar de un banjiha, una mediagua en un campamento o un depa de 30 metros cuadrados en un gueto vertical, y no habría que hacer muchos más cambios. Es más, si la versión chilena de “Parasite” (que podría llamarse “Los ladilla”) se hubiese estrenado en mayo, hoy estaríamos diciendo que es una metáfora anticipatoria del estallido social. Porque, sin ánimo de spoiler, hay un gran estallido final y pucha que es violento.

Esta no es una película de moralejas, pero algunas conclusiones parece sugerirnos. Por ejemplo, que cuando la inequidad crece sin control, la paz social es imposible; que a río revuelto, no hay solidaridad de clase que valga, y que nadie gana en esta lucha: las dos familias salen harto magulladas.

Lo que de verdad está en juego el 26 de abril

Lo que de verdad está en juego el 26 de abril

No sin un dejo de cursilería, a algunos políticos les ha dado por llamar a la Constitución Política de la República “la casa de todos”. O al menos eso es lo que debería ser una constitución política, dicen: una casa donde todos quepan.

Pues bien, los creativos de la campaña de RN por el “rechazo” en el próximo plebiscito del 26 de abril eligieron esta manoseada metáfora como idea central de su primer sketch propagandístico. ¿Ya lo vieron?

En la pieza publicitaria, una actriz que interpreta a una “Señora Juanita” joven y un maestro chasquilla conversan frente a un chalet de ladrillo princesa. Ella quiere arreglarlo porque la cocina se le llueve, el wáter se le rebalsa y adentro viven medio hacinados. Pero Faúndez se niega a hacer arreglos; su sugerencia es demoler toda la casa. Juanita queda pa’ dentro. ¿Para qué echarla abajo, si hay cosas que funcionan súper bien?, retruca. Sin embargo, el porfiado maestro insiste en demoler. La moraleja de la que este cuento pretende convencernos es que es más fácil y rápido arreglar una cuestión que solucionarla de raíz. O sea, ¡qué vivan las soluciones parche, el Poxipol y el alambrito multiuso!

No se puede negar que la propuesta de Renovación Nacional está bien arraigada en la tradición chilena de parchar, parchar y parchar, cruzando los dedos para que, cuando finalmente se derrumbe el techo, sea otro el que esté abajo.

Pero, más allá de esa apelación al Chilean way, hay algo engañoso en este melodrama albañil. Se podría decir que está construido sobre “falsos cimientos”, para seguir en la onda, porque no plantea la verdadera disyuntiva frente a la cual el electorado chileno deberá pronunciarse el 26 de abril. Ese día no vamos a decidir entre demoler o no demoler. La real encrucijada es entre no tener alternativas y tener dos opciones.

Me explico. Si gana el rechazo, nos quedamos con la misma constitución y punto.

Si gana el apruebo, una convención (constituyente o mixta) redactará un texto y luego, en un segundo plebiscito, podremos elegir entre esa nueva constitución y la vieja.

Traducido a lenguaje Sodimac, es como si a uno le preguntaran: ¿Quiere quedarse con la casa donde vive sin tener más opciones o prefiere poder elegir entre aquella y una nueva que le vamos a presentar en poco tiempo más? Cuando esté lista, usted podrá recorrer las habitaciones, pasearse por el jardín, probar la cadena, compararla con su viejo chalet, y de ahí decidir con cuál se queda.

Dicho así, habría que ser bien gil para negarse a tener opciones, ¿o no?

Claro, para que esté lista la nueva casa tendrá que transcurrir un año y medio más. Pero ¿alguien en su sano juicio renunciaría a la posibilidad de elegir entre dos casas solo para no tener que aguantarse otros 18 meses, después de 40 años de espera?

Si los muchachos de RN tanto le quieren hacer arreglos a la actual casa, adelante (dicho sea de paso: resulta extraño que se hayan negado durante décadas a hacerlos y ahora les baje la desesperación). Nadie les impide que los hagan mañana o mientras se escriba la segunda propuesta. Mejor así: vamos a poder elegir entre una casa renovada y una nuevecita.

Pero ¿negarse a la posibilidad de elegir? Habría que ser bien hueón.

Hand roll, el nuevo monarca de las calles

Hand roll, el nuevo monarca de las calles

Una tradición guachaca que podría calificarse de internacional es la comida callejera, esa que se vende desde un canastito o en una cocinilla especial. En Chile obviamente no está ausente y desde siempre hemos conocido carritos, picadas, señoras y caballeros que se sientan con su mercadería en la plenitud de una avenida o esquina. En la tradición, los platos que mandan tienen que ver con farináceos, lo que traducido al chileno es la crujiente sopaipilla, el churro o el rico pan amasao. La marraqueta es la compañera ideal de noches frías y salidas de estadio, para envolver el pernil o como esencia del reponedor sándwich de potito.

Dentro de ese mismo marco de tradición, los chilenos nos topamos con que las calles se han convertido en terreno fértil para que “el amigo cuando es forastero” haga notar su cocina, para deleite de los voraces caminantes, compatriotas o forasteros, a quienes no les importe comer de pie.

La oferta es tan variada en estos días que los menús nos permiten gozar de anticuchos de pollo (ya sea en alitas o trutros), chancho (en esa pulpa humeante que recorre paraderos de micros o ferias libres), además de la tradicional carne roja (de procedencia más incierta). Dichosa fue la dama oriental que trajo sabores con ojitos rasgados y popularizó el “ayoyado a chen”. De los modestos chen fue subiendo de precio y contenido y hoy el arrollado primavera casi pasa a ser comida nacional. Pero si hay un comistrajo que se ha apoderado del espacio público hasta convertirse en líder de nuestras preferencias actuales es el hand roll.

Este invento de porte cilíndrico proveniente de la tradición nipona, fabricado a base de un frito que llaman tempura y arroz estilo sushi, se ha tomado las calles, sin importar el estrato social o la ubicación de la esquina. En barrios bajos y altos, el fenómeno es el mismo y la demanda por este rollo manual también. Sobre todo a las salidas de las estaciones de metro capitalinas, se puede observar y encontrar siempre a un efusivo promotor, emprendedor y fabricante de este nuevo paladín del mastique callejero. Tan popular y guachaca es que, si quiere comerlo fresquito, debe tener tacto y paciencia. Si no, el rollito se desparrama con facilidad, y más aún si quiere agregarle la salsa que cualquier vendedor decente es capaz de proveer, en formato de soya o agridulce.

Mención aparte es la masividad que fue tomando el sushi, que se hecho más incluso popular que el sándwich de pernil a estas alturas y que disputa su presencia entre los locales establecidos palmo a palmo con las botillerías y carritos completeros. Esa popularidad del sushi es la madre del éxito a viva voz del hand roll, que, como buen hijo, fue creciendo y tomando fuerza hasta convertirse en el monarca de las calles. Los puede pedir de carne, kanikama o pollo. Pero ahí están, como el retrato de un país que ya abrió sus fronteras y de lo guachaca, que no excluye la influencia extranjera. Más aún cuando el precio se mantiene accesible al bolsillo de cualquier compipa. A los niños les encanta y a los mayores también. En nuestras esquinas hoy puede hoy faltar la sopaipa y el sándwich, pero el hand roll NO.

Auge y caída de los cibercafés

Auge y caída de los cibercafés

Que las redes sociales, que el internet, que el triple w, que el Messenger y el mail, los juegos en línea y los chateos… Toda esta larga lista de invenciones digitales revolucionó nuestras vidas al comienzo de este siglo del que ya han pasado dos décadas. Además, estas viejas-nuevas tecnologías cimentaron un modelo de negocio que tuvo su gran auge hace unos 10 o 15 años y de cuya silenciosa caída hoy somos testigos, no sin un cierto dejo de tristeza.

Nos referimos a los cibercafés, lugares donde nos iniciamos en todas estas cosas cibernéticas en aquel tiempo en que el ciber (así sencillamente dicho) de la esquina, del barrio, de la galería céntrica, terminaba siendo casi un segundo hogar. De muchos niños, chicas enamoradas, voyeristas, buenos para la conversa subida de tono y jugadores de pantalla, pero también de un público que sabemos guachaca.

¿Cuántos compipas aprendieron ahí a mandar emilios o mensajes románticos, pero con un @ intercalado? Hay muchos que en el estilo más guachaca tenían hasta cuenta en estas oficinas virtuales donde quienes no nacimos con el teclado en la mano, como los cabros más jóvenes, encontrábamos el ciberespacio abierto a precio módico. No se necesitaban caros celulares ni cuentas telefónicas abultadas para acceder al mundo entero. Y siempre estaba el muchacho del mesón dispuesto a atender varias paleteadas a la vez, como enseñar a usar Gmail, ayudar a mandar un currículum o hacerle una tarea a la niña.

Tan bien les fue que llegaron a existir algunos en versión monumental, con hasta 40 cabinas.

El guachaquismo nacional hacía de las suyas en estos lugares. Algunos pasaban horas desafiando el calor en salas no siempre bien ventiladas. En ciertos barrios se convirtieron en verdaderos antros que atendían en horas poco caballerescas. Muchos acompañaban su sesión con la chelita en mano y aprovechaban de conocer gente, sobre todo en la era del chateo pre-wasapo. No faltaba el que se hacía el lindo delante de una webcam y en varios uno podía encontrarse con una que otra imagen íntima o con documentos indiscretos dejados accidentalmente por un usuario impúdico.

En un ciber podía pasar de todo. Más de algún episodio escabroso policial ocurrió en esos locales que ofrecían privacidad.

Todo está escrito en pasado porque lo cierto es que estos espacios guachacas hightech han ido desapareciendo como los dinosaurios, los cines con tribuna y los videoclubes. La misma tecnología que los parió los fue matando. Ya es difícil encontrar ese que estaba en la esquina o en el centro de cada ciudad. Los principales afectados de esta extinción masiva son los compebres más reacios al celular caro, o sea, el guachaca que, si no tiene los pesos para el contrato o el aparato móvil, ya no puede acceder con tanta facilidad a la famosa cibernube. Y también, por supuesto, los más solitarios.

Quizá sea el momento de exigirles a las autoridades que declaren Monumentos Nacionales a los pocos que van quedando. O tal vez haya llegado la hora de componerles un réquiem a estos mini centros republicanos porque al menos merecen irse con una fanfarria.

Lo mismo se podría decir de los fonos con moneda, pero esa es otra historia para contar otro día.